Síndrome de la impostora: el estado de inseguridad que se ceba con las mujeres trabajadoras

Antes de empezar, diremos lo más importante: Michelle Obama tiene síndrome de la impostora. Quizás eso no haga que nos sintamos mejor, pero sí más acompañadas. “Aún hoy me cuesta entender que haya alguien interesado en lo que tengo que decir”, dijo un día, como recogen Anne de Montarlot y Elisabeth Cadoche en su libro El síndrome de la impostora: ¿Por qué las mujeres siguen sin creer en ellas mismas? (Ed. Península, 2020). De las autoras, la primera es psicoterapeuta, colaboradora en la escuela de medicina de Harvard y acumula más de catorce años de experiencia en psicología clínica; la segunda es periodista y escritora.

Ambas han sufrido este síndrome y se decidieron a investigar sobre él. Ya se había escrito sobre esto, sin embargo, su obra es pionera al incorporar la perspectiva de género. Ellas mismas citan un estudio publicado en 2018 por la Universidad de Cornell que aseguraba que los hombres “sobreestiman sus capacidades y rendimiento”, mientras que las mujeres las “subestiman”. Si sueles creer que tu éxito laboral se debe a cuestión de suerte y que en cuanto bajes la guardia te descubrirán, estás entre nosotras.

Conviene contextualizar la diferencia de su efecto según la lógica binaria en una sociedad patriarcal, donde el poder sigue siendo masculino y la mujer trabajadora, en la mayoría de las ocasiones, compagina su carrera laboral con los cuidados y con un escrutinio social –en términos de imagen, de carisma, de liderazgo… Ni mucho ni poco, con nada se acierta–. Y la pandemia, con la inseguridad e incertidumbre como norma, no ha hecho más que agravar ese sentimiento de “no llegar”, de insuficiencia e ineficiencia. Preguntadas por esa sensación de nunca sentirse capaces, las autoras creen que puede tener su razón de ser en el propio sistema. “La sociedad capitalista promueve el rendimiento. Esto puede provocar un afán perfeccionista y una necesidad de superación, rasgos que están relacionados con el síndrome de la impostora”. No obstante, como matizan en su publicación, la noción de legitimidad es significativamente inexistente en las mujeres.

Quizás la falta de referentes también tenga que ver cuando se trata de trabajadoras en puestos de tomas de decisiones. En el libro, Montarlot y Cadoche recogen que solo el 24% de las mujeres en el mundo ocupan puestos directivos. Pero una vez están arriba, se topan con una nueva barrera: una definición de éxito sexista. Les pedimos que ahonden en esto. “Cuando sufrimos del síndrome de la impostora, tenemos dificultades para reconocer nuestros logros y competencias. El éxito es una noción diferente, vinculada a la sociedad y al dinero. Tiene muchas definiciones, es subjetivo para el conjunto de la sociedad. ¿No es el éxito nuestro propio propósito en la vida y depende de nosotras definirlo a pesar de la presión de un modelo occidental de éxito? El mensaje de hoy para las mujeres es complejo y provoca culpa: tienen que ser delgadas, madres, profesionales, amables, jóvenes... La lista es interminable. Las mujeres deberíamos seguir nuestros propios objetivos y valores”, esgrimen.

Mucho se ha hablado de cómo el mito de la supermujer escondía una cara B nada beneficiosa. De hecho, es probable que haya sido configurada por la mirada masculina a través de industrias culturales como la del cine. Como contrapunto, Jane Fonda produjo en 1980 la película 9 to 5, traducida en español como Cómo eliminar a tu jefe, una cinta que mostraba a unas oficinistas sublevadas en un entorno laboral concebido por y para los hombres. De la década de los cardados y el power dressing a la actualidad han cambiado algunas cosas pero no tantas: la definición de éxito sigue causando estragos, especialmente al lado femenino de la historia. Hace unos días se hacía viral un tweet de @ella_intensa que decía: “Nos vendieron que el éxito era ser directiva antes de los 30 y no. El éxito es poder apagar el móvil”. Lo compartimos con las autoras, que valoran: “Este tipo de afirmación es nuevamente un ejemplo de mandato social. Como mencionamos en el libro, las mujeres están sujetas a muchos mandatos en torno al éxito y, para deshacerse de ellos, es importante hacer una introspección de las creencias y estereotipos limitados”.

La definición clásica de éxito es tan masculina que algo tan prosaico como la moda lo confirma: el armario de una mujer trabajadora sigue socialmente considerándose aquél que comprende piezas tradicionalmente masculinas, como las americanas con hombreras, las camisas o los pantalones de pinzas. En su proyecto Cosas de chicas, la periodista Berta Gómez razona: “Tener que vestir con discreción en el año 2020, ajustándonos a un cánon estético desfeminizado para ser escuchada en un grupo de hombres, es tan grave como ser expulsada del grupo por ser mujer”. Al respecto, Montarlot y Cadoche aportan: “Durante mucho tiempo, el poder estuvo en manos de los hombres. Apostar por un estilo masculino permitió a las mujeres abrazar los códigos del poder (masculino). La ropa es una construcción social que funciona como símbolo de poder, por eso las mujeres adoptaron esas prendas, para pertenecer a él. Hoy en día, hay más libertad para vestir en el lugar de trabajo a excepción de las finanzas, la política o las grandes corporaciones”. Es decir, excluyendo a esos sectores que todavía están casi al completo masculinizados y que deben transmitir una imagen de autoridad, confianza y seriedad. Nada nuevo bajo el sol.

Todas las anteriores son flechas que van en una misma dirección: la autoestima femenina. Y la falta de esta se convierte en caldo de cultivo para el tema que nos ocupa, el síndrome de la impostora o la creencia de que has recibido un ascenso, elogio o contrato por cualquier otra razón que tus propios méritos.

Es más, las escritoras comparten una teoría del psicólogo David Dunning que es muy gráfica: cuando algo sale mal, las mujeres hacemos atribución interna (no he hecho lo suficiente, cómo podría haberlo evitado, si hubiera hecho esto otro...) y al contrario, cuando algo sale bien, recurrimos a la atribución externa (ha sido buena suerte, era el momento adecuado, me ha beneficiado la situación...). ¿Pero cómo se explica esto en el caso de, por ejemplo, un hermano y una hermana criados en ciertos valores de igualdad? “Podemos ver en esta diferencia de percepción el peso de la historia y la sociedad ilustrada a través de la educación de los padres. Incluso en teoría, cuando tienen el mismo punto de partida (que sus iguales masculinos), las mujeres se ven atrapadas por los mandatos sociales”.

Esa premisa lleva a preguntarse por un nuevo escenario: una sociedad en la que no existan los roles de género porque se haya roto con el sistema binario. ¿Un mundo neutro paliaría esas diferencias de autoestima? Montarlot y Cadoche responden: “Incluso si nos situamos en una sociedad con mayor fluidez de género, que tiende a ser más inclusiva, es difícil imaginar un mundo ‘neutral’, por lo que requiere un enfoque reflexivo y filosófico.

Pero es cierto que en esta hipótesis, al rechazar los mandatos culturales de género que prescriben un rol social, podríamos imaginar menos sentimientos de impostura en las mujeres”. Aparte del género, hay otras opresiones que se cruzan y que, como mencionan las autoras en su libro, influyen en la subestimación propia. “El hecho de pertenecer a una minoría te expone a una doble sentencia. No solo eres discriminada por ser mujer sino por ser negra, homosexual, trans, etc.”. En el momento de esta entrevista, todavía queda reciente cómo se desmereció la valía de Rachel Levine, subsecretaria de Salud del nuevo gobierno de Estados Unidos, por ser mujer y trans. “Al tiempo que su notoriedad iba en aumento, fue víctima de ataques tránsfobos, a los que rápidamente respondió diciendo: ‘Salvo en raras excepciones, el hecho de que soy trans no es un problema’. Creemos que es la respuesta perfecta. Como dijo Hillary Clinton, ‘los derechos de las mujeres son derechos humanos’”.

Al ahondar en las páginas del libro, vienen a la mente algunos nombres de personajes populares que podrían haber padecido síndrome de la impostora. Un ejemplo es Lady Di. ¿Tenía “la princesa del pueblo” este síndrome que afecta a tantas mujeres? “No podemos responder a esa pregunta. Todo lo que sabemos es que Lady Di tenía una imagen muy pobre de sí misma porque sufría de trastornos alimentarios. Si tuvo un síndrome de la impostora, logró mantener sus valores a lo largo de todo su trabajo y compromiso social con causas muy difíciles, como el SIDA o las minas terrestres. Parecía muy auténtica y no tuvo reparos en mostrar su lado vulnerable.

Y, a la vez, desafió las normas de la familia real”. Precisamente esta historia conecta de lleno con el reciente testimonio de Meghan Markle. En su entrevista con Oprah Winfrey, da muestras de haber sufrido este síndrome al llegar a la institución británica. “Creemos que cuando entiendes algo, es más fácil trabajar en ello”, exponen Anne de Montarlot y Elisabeth Cadoche, que si tienen que resumir el objetivo detrás de su libro, defienden: “Queremos eliminar los sentimientos de culpa en las mujeres. Queremos que sean parte de la conversación, que puedan identificar el síndrome y que sepan que no están solas”.

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